La historia de mi innecesárea

Íbamos muy bien, ninguna complicación, cero molestias en el embarazo, muy a parte de los usuales malestares de los 3 primeros meses (náuseas y mareos en mi caso). Me preparé haciendo yoga prenatal (lo recomiendo). Hacía ejercicios todas las noches en casa después del trabajo para relajar la parte baja de la pelvis, la espalda, hacer ejercicios de respiración, hablar más con mi bebé. Su papá le tocaba música, le cantábamos, conversábamos con él…

Mejoré mi dieta, no cambié mi estilo de vida, porque seguía con un fuerte ritmo de trabajo, pero me gustó mantenerme activa durante mi embarazo, caminaba mucho, subía y bajaba escaleras, la verdad seguía con mi rutina sin encontrar en el embarazo la excusa para tumbarme a la cama (ojo que hubo días o noches que esto ¡sí que era necesario!) Eso sí, empecé a dormir más temprano y levantarme una o dos veces en la noche para ir al baño, mi vejiga parecía pedirlo a gritos.

Pero cuento todo esto, porque mi embarazo fue sumamente normal, sano y tranquilo. Me preparé para un parto natural todo el tiempo. Leí, leí y leí por montón. Entendí la necesidad y la importancia de recibir a mi bebé, a pesar de no haber contado con la instrucción de las féminas de mi tribu (en este caso mi madre, abuela o tías, pues ellas fueron de la generación de la “cesárea cool” como yo le llamo). Así que me instruí solita en este mundo paralelo del embarazo, el parto y la maternidad y lo que iba descubriendo era un empoderamiento hacia mi propia fuerza como mujer. Suena lindo ¿verdad? Pero no era fácil. No fue fácil asimilar tanta información y soltar mucha otra que yo ya traía en la cabeza (des-aprender). No fue fácil entender que la cesárea se da por complicaciones y no (debería ser) a pedido.

Me costó quitarme de la cabeza la idea del parto con dolor extremo, con mucho sufrimiento, con sacrificio del cuerpo al límite. Esa idea de la mujer como mártir a la hora de parir. Me costó, y aunque leí mucho sobre el tema, en ese momento no terminé de procesar tanta información y sentirme segura de mi misma, de la fuerza de mi cuerpo ni la de mi bebé.

Las últimas semanas de embarazo la doctora que me atendió, una gineco-obstetra con bastante experiencia y muy amigable que atiende en las mejores clínicas de maternidad, nos venía advirtiendo que el tamaño de la cabeza del pequeño seguía siendo algo más grande que el promedio y no paraba de crecer y no le veía “buen futuro” a esas cifras. Padres primerizos, hijos de la generación “cesárea cool”, hijos de la generación “parto = sufrimiento” nos íbamos viendo más y más preocupados por ese dato que cita a cita iba siendo más resaltado.

Quise estar muy bien preparada, asistí a todas las clases de preparación prenatal con mi gordo, ambos queríamos estar seguros de todo, de aprender bien el tema de la respiración al pujar, de reconocer las contracciones, de entender el proceso de dilatación. Preparé un plan de parto que mi doctora ni miró porque me dijo que la clínica ya tenía procesos establecidos y en todo caso si quería dárselo lo tenía que enviar por carta formal a la administración de la clínica y que mejor me evitara molestias.

Esperando a Ignacio_papis con panza

Como no recibió mi plan de parto, al menos le fui comentando en cada control mis deseos para cuando recibiera a mi bebé en sus manos. Le comenté que quería optar por dar a luz en posición vertical. Uno de los aspectos por los que esa clínica me convenció fue porque cuentan con la silla para apoyarte en posición vertical y con la poca información y referencias que tenía parecía ser la más familiarizada con el parto natural (más no con el parto respetado por lo que viví después). Le expliqué también a la doctora, que queríamos el primer contacto con el bebé piel a piel de cualquier manera, si fuese cesárea debería ser el padre quien lo reciba en su pecho, por lo menos.

La semana que programamos la cesárea, tuvimos muchas dudas. La cabecita de Ignacio parecía ser muy grande y él parecía estar muy cómodo aún en la panza de mamá como para salir “a tiempo”. La doctora nos decía que a pesar de estar boca abajo, aún no descendía ni se posicionaba , y que su cabeza seguía pareciéndole grande. Los controles finales parecían sólo una medida a la cabeza de mi bebé para jugar a la suerte de si era o no cesárea. Y la verdad la barriga ya estaba re-grande y este pequeñito seguía bien sujeto al útero de mamá. Yo me sentía cansada y ansiosa por conocerlo.

En las noches repasaba con mi gordo lo que debíamos tener en mente para el día del parto, la respiración, el conteo de las contracciones, la técnica de pujo,  etc. Pero a medida que lo repasaba noche a noche, creo que mis sombras aparecían y me asustaba más y más. Creo que dudaba de mi propia capacidad de parir. Me preguntaba si tendría la fuerza suficiente para aguantar tal “magnitud de dolor”. Eso no se lo dije a nadie, pero es la verdad. Las ansias me traían miedos, temía muchísimo “no tener leche” para darle de lactar a mi hijo, temía no tener fuerzas para poder pujar, temía que su cabecita fuera tan grande que se pudiera maltratar.

Fue así que tras hacer muchas preguntas de verificación a la doctora, todos los datos que nos mostraba parecían indicar que lo más razonable era realizar la cesárea. La programamos para la tarde siguiente. Llegamos a la clínica dos horas antes, muy emocionados, ansiosos y contentos. Por fin conoceríamos a nuestro Ignacio. Me llevaron a una sala de pre-parto en la que monitoreaban al bebé en la panza. Luego me llevaron en la camilla hacia aquella habitación fría que jamás se borrará de mi memoria.

Ingresé a la habitación en camilla, con esa bata de hospital que te tapa por adelante, pero no por detrás, con gorrito en la cabeza. Lo primero que apareció en el panorama fueron los muros cubiertos de mayólica color verde hospital. Había una radio encendida en la esquina y en medio una camilla muy larga y muy angosta. Me hizo recordar el caballete sobre el que alguna vez salté cuando niña en mis entrenamientos de gimnasia artística. Me trasladaron a aquella camilla, me pidieron que me sentara con cabeza y espalda dobladas hacia adelante, muy “relajada” y me inyectaron la epidural. Sentí dolor al ingresar el líquido, aunque lo olvidé casi al instante pues sólo empecé a sentir que me iba…todo se veía borroso. Le dije a la anestesióloga con voz muy débil y haciendo esfuerzo por respirar “me voy” y sentía desvanecerme. Al instante me tomó en brazos otra mujer (probablemente una enfermera) y entre las dos me sujetaron para que mantuviese la posición. Me colocaron una máscara de oxígeno y me recostaron en esa tabla.  Y luego, hicieron lo que hicieron en mi entrepierna, pelvis y partes bajas. Desconozco todo tipo de maniobra o preparación, pues dejé de sentir la parte baja de mi cuerpo y extendieron una sábana frente a mi para evitar que viera la cirugía.

Al cabo de un rato, cuando estaba todo listo, permitieron la entrada de mi gordo, le recordé que no dejara de pedir que le dieran al niño apenas naciera, él muy entusiasmado estaba atento con cámara en mano. Yo estaba muy nerviosa, mareada, débil y asustada, pero al mismo tiempo ansiosa por ver a mi bebé. Traté de hablarle mucho de corazón a corazón. Sabía que sería una llegada traumática para él, pues en el parto natural los niños son los que dirigen su llegada a este mundo, son ellos mismos los que trabajan por salir y lo consiguen trabajando en equipo con su madre. Ellos también se activan con la adrenalina y es por ello que están atentos a lo que va a suceder. Son niños que saben que llegó el momento de salir a la luz. Mi niño no lo sabía, lo tomarían por sorpresa y más bien tendría un choque de luz.

La doctora se colocó en posición, imagino que la pediatra estaba al otro lado de la camilla, escuchaba una charla entre mi ginecóloga y ella, mientras coreaban la canción que sonaba en la radio, una emisora de los 80´s. Empezó a cortar, lo sentí, hacía maniobras, pero no sabía qué sucedía, quizás se tomó unos cinco minutos en el tema de separar mis tejidos y…¡zaz! Una enfermera sobre mi abdomen empujó muy fuerte mi barriga hacia abajo (Maniobra de Kristeller), yo grité de dolor y sentí que arrancaron algo de mi, algo se desprendió en mis entrañas, las lágrimas brotaron de mis ojos, de dolor, me dolió el cuerpo y me dolió el alma. No entendí bien qué fue lo que sucedió, ni lo pude procesar en ese momento. Al cabo de unos segundos o minutos (no lo sé, todo pasó muy rápido) escuché el llanto de mi niño. – ¿Cómo se llama? – preguntó la doctora. -Ignacio – respondió mi gordo. – Bienvenido Ignacio – le dijo la doctora a mi bebé, mientras lo sostenía y lo acercaba a las manos de quien creo era la pediatra.

Vi pasar a mi bebé por lo alto hacia una pequeña camita detrás de mi. Le hicieron limpieza y el Test de Apgar . Yo seguía llorando en una mezcla de emociones, dolor,  frustración y emoción por escuchar a mi bebé y con ansias de saber que estaba bien. Vi que mi gordo fue a verlo corriendo (sin soltar la cámara) regresó corriendo a decirme que estaba muy bien y al cabo de unos minutos nos lo acercaron envueltito en mantas. Mi gordo lo sostuvo en sus brazos y una enfermera nos tomó una foto  a los tres, la primera de muchas, pero la que dejaría recuerdo de aquella fría habitación en la que mi niño y yo no fuimos protagonistas, sólo fuimos un número más.

Foto cesarea clinica

 

Se llevaron a mi bebé, me terminaron de suturar la herida por unos 20 minutos más, me llevaron a la sala de post parto o cuidados, y me dormí. Al cabo de un par de horas vinieron por mi y me trasladaron a mi habitación. Me sentía débil y muy cansada. La verdad mi cuerpo sólo quería seguir durmiendo, mi cabeza (y corazón) tenía muy presente que tenía que ver a mi bebé cuanto antes. Una vez en la habitación mi gordo me dijo que lo tenían en el cuarto de bebés, mi mamá, mi suegra, mi mejor amiga y él lo habían podido ver a través de un vidrio, esa suerte de vitrina que deja ver a los niños en sus camitas, todos en orden, y mi niño había estado dando saltitos esporádicos y claro que había estado llorando, pero se calmó, o ¿se resignó?, no lo sé. Nadie lo atendió, pero todos siguieron viendo ese show a través de ese gran vidrio que separa a los bebés del calor de sus madres.

Cuando vi a mi bebé entrar en su camita saltó mi corazón de emoción, la enfermera acomodó mi cama en posición tal que pudiera recibirlo en brazos. Y lo acercó a mi pecho. Yo no tenía la menor idea de qué hacer ni como darle el pecho. Pero mi instinto se despertó, lo sostuve, le acaricié y traté de hablarle para darle calma, para cobijarlo y que supiera que no estaba solo.

El tema de la lactancia lo dejaré para otro momento, porque también fue un proceso largo y no “enganchó” tan fácilmente ni a la primera. Las dos primeras noches, que pasamos en la clínica, fueron difíciles. Mi niño lloraba cada dos horas, yo lloraba con él, por no poderme parar para sostenerlo, por ver que su papá se quedaba dormido del cansancio y que era yo la que abría los ojos al mínimo movimiento de él, y que sin embargo era él quien le tenía que atender. Lloraba por frustración y porque quedó en mi sembrado un profundo sentimiento de culpa. Me sentía en deuda con mi bebé, por haberlo traído antes de tiempo, por haberle fallado y no haberlo recibido con mis propias manos o con mi propio cuerpo. Por no poderme poner de pie para tomarlo en brazos, en fin, por no estar 100% para él.

El día de hoy recuerdo ese momento y me atrevo a decir todo lo que sentí, pero me tomó tiempo aceptarlo y, sobre todo, hablarlo. A veces callamos muchas de estas emociones, porque lo lógico es manifestar alegría y contar lo maravilloso que fue ver llegar a tu bebé. Pero, una cosa es recibir a tu bebé en tus brazos y otra es que otros lo hagan por ti, y aún por encima te maltraten a ti y a él. Si eso no es maltrato, no sé qué es.

Ignacio_reciennacido_BN

Lo que sí sé, es que mi próximo parto será diferente porque estoy informada, porque conozco mis derechos como mujer y como madre, porque conozco los derechos del bebé y porque por sobre todas las cosas no permitiré nunca más que intervengan un momento tan importante, mágico y maravilloso para mi, como este, de esa forma. Primero yo, primero mi bebé.

Mimando ando… y empoderando!